Cuando yo era niña solía salir con mis padres y mi hermano al río o a la playa con mucha frecuencia. Con regularidad, nuestras salidas implicaban caminatas largas entre matorrales, y aunque no recuerdo cuándo fue la primera vez que mi madre dirigió nuestra atención hacia un pequeño frutillo color naranja, su presencia hace parte muy vívida de todos mis recuerdos de aquellos días
Ella solía llamarles “papayitas”, porque eran de un color similar a la papaya, sin embargo su textura y su forma eran un poco diferentes. Eran rugosas e irregulares, y ligeramente alargadas. Por dentro sí eran completamente distintas a una papaya: no tenían pulpa realmente, pero tenían unas semillas recubiertas con una capa rojo esmeralda.
Crecían en unas enredaderas, en cualquier monte o en las cercas de algunos terrenos baldíos. Cuando las encontrábamos, las cortábamos y abríamos la cáscara para exponer las semillas y eso era lo que “comíamos”: realmente lo que hacíamos era chupar la pulpa roja que cubría la semilla sin comer ésta última. Era ligeramente dulce sin ser empalagosa, y si por accidente mordíamos la cáscara percibíamos un gusto amargo, por eso nunca la comíamos.
Siempre eran una sorpresa agradable en el camino, y si alguno veía la plantita todos íbamos a recolectar las papayitas. Mi mamá nos contaba que de niña ella se las comía cuando las encontraba en el monte, y que no las vendían en ninguna parte.
Con el tiempo estas aventuras familiares se fueron haciendo menos frecuentes, y los matorrales también. Poco a poco los terrenos antes verdes fueron comprados y adaptados para la construcción de centros comerciales, cines y departamentos. Cada vez era más raro ver una enredadera de papayitas.
El paso de los años barrió también el recuerdo que tenía de ellas, ya rara vez pensaba en aquellos días en que las comía con mi familia. Me volví adulta y no fue sino hasta que comencé a trabajar con la doctora Leslie Korn que tuve mi reencuentro con aquella frutilla de mi infancia.
Estábamos trabajando en un curso profesional sobre la diabetes, y entre los cientos de información que teníamos, la encontré: cundeamor. Realmente no la reconocí por el nombre, sino por la foto que mostraba una de aquellas papayitas que recogíamos mi familia y yo.
Quedé muy sorprendida al enterarme de todas las propiedades que encerraban las papayitas, verdaderamente no podía creer que fuera altamente eficaz para el tratamiento de la diabetes y útil también para combatir la obesidad y la inflamación, para disminuir los niveles de lípidos y colesterol.
Hay varias maneras de consumir este fruto para tener resultados efectivos en caso de las afecciones mencionadas. Se puede comer la fruta completa (sin semillas), integrándola en la dieta cotidiana, en sopas, estofados o diferentes platillos. También se puede tomar una dosis de entre 50 y 100 ml diarios de pulpa o jugo. Igualmente efectivo es preparar una decocción agregando 5 gramos de fruta en 100 – 200 ml de agua y consumirla diariamente. Para un protocolo más formal, se puede conseguir pulverizada y consumir de 2 a 4 gramos diariamente por 10 semanas.
El cundeamor es conocido por ser el remedio herbolario más exitoso para el control de la glucosa y el tratamiento de la diabetes, y en muchos países es considerada una fruta exótica. Pero en México crece sin necesidad de intervención humana, puede encontrarse en terrenos baldíos, selvas y prácticamente cualquier terreno donde se den malezas. Desafortunadamente en los últimos años es cada vez más escaso encontrarla a causa del desarrollo urbano que está terminando con los espacios silvestres.
Tristemente, el crecimiento metropolitano arrasa cada vez más con especies salvajes que hoy en día son ignoradas o dejadas de lado, pero que para nuestros antepasados fueron importantes pilares de la salud y/o la gastronomía. Conservar la diversidad y la tradición se vuelve cada vez más apremiante, y de ello depende que los conocimientos ancestrales sobre el uso de plantas como el cundeamor, no se pierdan.
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